Un tal Ángel nos dijo una vez que “Ir a África es volver”. Volver a las raíces, a la esencia, a centrar nuestra mirada en las personas. Volver a casa.

Imagínate una gran ciudad con kilómetros para caminar donde todas las puertas están abiertas y las personas se comportan como en un pequeño pueblo. Una ciudad en la que los niños/as juegan por las calles, los comercios no necesitan vigilancia, siempre hay un hueco en la mesa para quien lo necesite, las personas ríen sin que las preocupaciones cotidianas les absorban y donde incluso las extranjeras formamos parte de esa dinámica. Una ciudad que rebosa felicidad. Una ciudad llamada Mbalmayo.

Es indescriptible la sensación de acogida, el interés que se puede ver a través de los ojos de una persona cuando habla contigo. Sentirte escuchado/a, apreciado/a y valorado/a por lo que cuentas y eres y no por lo que vistes o tienes.

Podría parecer que nuestra misión aquí consistía solamente en construir un par de habitaciones, pero la realidad no fue esa en absoluto. Lo más importante es el encuentro con personas que quizás parezcan muy diferentes, pero con las que pudimos crear una conexión que no entiende de continentes, fronteras, color o idioma. Personas que vivirán siempre en nuestra memoria y en nuestro corazón.

Los lazos que unen a las personas aquí van más allá de la amistad, dejan de ser amigos/as, para ser hermanos/as. Los problemas de uno/a son los problemas de todos/as, y la felicidad también es compartida. No sabríamos explicar lo bonito que es sentirse un miembro más de esta familia.

Nuestro cuerpo se ha acostumbrado al ritmo africano, y los olores, sabores, sonidos y costumbres, que al principio se nos hacían extraños, con el paso de los días, formaron parte de nuestra rutina. Saludarnos con un chasquido de dedos, aplaudir al ritmo 3-2-1, hacer gestos al hablar y saborear el “plantain”.

Lo aprendido aquí, en Mbalmayo, no se irá de nuestros corazones, al igual que tampoco se irá la “laterita” de sus caminos de nuestras camisetas. Este mes quedará en nosotros couronnée d’étoiles; es decir, para siempre, sin que nada pueda cambiarlo, hasta que coronemos las estrellas