A todos nos resulta familiar ciertamente ese miedo a habernos equivocado que sigue a toda gran decisión y que se va intensificando según se acerca el momento de la verdad. Debo confesar que no fue una decisión precisamente fácil la de emprender esta nueva experiencia en solitario por la India y confieso también (ya puestos…) que frecuentemente se cernía sobre mí la duda acerca de la idoneidad de mi elección: ¿y si no es como lo recuerdo? ¿y si estaba todo idealizado en mi cabeza? ¿y si no encajo con la Comunidad de Hermanos donde resida? ¿y si ocurre algo y no tengo a nadie de confianza con quien compartirlo? Las horas interminables en el aeropuerto, la falta de sueño y el estrés de los sucesivos controles de seguridad no contribuyeron demasiado a disipar esa postrera actitud vacilante… más bien lo contrario: solo ayudaron a conferirle un mayor sentido de realidad que el que objetivamente podía existir en mi mente.

Por si semejante hándicap interno fuera insuficiente, el aterrizaje en Madurai vino cargado de nuevas sorpresas: un inesperado cambio de planes hacía que mi destino se alejase de la Comunidad de Kelamudiman donde estaba pensado que pasara mis días y se adentrase, en cambio, en una nueva comunidad, un nuevo colegio y un nuevo Estado de la India: Andhra Pradesh. En ese momento, mis alertas bien desarrolladas por la mentalidad occidental se dispararon y solo alcancé a consentir y pedir un espacio de reposo para paliar mi somnolencia.

Olvidaba, sin embargo, que decir India es decir cambio, vida, ajetreo, incertidumbre, sorpresa… No habían pasado ni 60 minutos desde que había logrado por vez primera tras 48 horas apoyar la cabeza en la almohada cuando llamaron a mi puerta. Desvelado, se apoderó de mi la estupefacción cuando fuera del cuarto esperaba un grupo de españoles dispuestos a darme la bienvenida a Boys’ Town. En los instantes siguientes, me fueron describiendo su situación hasta informarme al completo de que se trataba de un grupo de Gente Pequeña de La Salle Paterna, integrado por 7 alumnas que acababan de finalizar sus estudios de 2º de Bachillerato y tres profesores de Primaria que los acompañaban en su voluntariado. A día de hoy solo puedo estar agradecido por los momentos compartidos con cada uno de ellos, por el cariño que me han brindado y por su disponibilidad inmediata a tratarme como uno más del grupo1.

En cuatro días con ellos hubo tiempo para trabajar en el proyecto de construcción que están realizando allí en Boys’ Town (ladrillo arriba, ladrillo abajo…), para bailar la Macarena con los alumnos de la escuela, para compartir anécdotas en cada comida y cada cena, para reírnos de los visitas indeseadas de intrusos en nuestras habitaciones (escorpiones incluidos) y también para viajar.

Es aquí donde me detengo, en el viaje, porque previsto o no, ese viaje de fin de semana ha servido para recordarme por qué estoy aquí y por qué quedé tan prendado de este lugar hace un año. Apenas podía contener la emoción tan pronto como nos hicieron saber que subiríamos a las montañas de Kodaikanal, previa visita del complejo RTU (Reaching the Unreached) y de Boys’ Village, donde pasaríamos incluso la noche. Solo imaginar poder ver de nuevo a aquellos niños de los que nos despedimos entre lágrimas y comprobar que siguen bien, felices en ese oasis de su vida, hacía difícil mantener la calma.

Y todas las expectativas se cumplieron: tan pronto como bajé del minibús con el resto de integrantes de la expedición una cabecita asomada a la puerta gritó, tras unos instantes de desconcierto: ¡Víctor! En ese momento, toda una legión de niños apareció de todas partes y, tras comprobar que era cierto, se precipitó sobre mí con el único propósito de tocarme, sentirme y comprobar que era real lo que sus ojos veían. Debo decir que en aquel instante también yo me debatía entre lo real y lo onírico: ni en mis mejores sueños podía ser aquel momento tan real.

Desbordados por la alegría, los niños nos introdujeron a todos en los juegos y bailes que aprendieron a lo largo del verano pasado: que si las palmas por aquí, que si un pulso chino por allá, que si levántame hasta el cielo, que si ponme el Aserejé… El grupo de Gente Pequeña alucinaba a ritmo de música india con el desparpajo, el cariño y el afecto de los niños de Boys’ Village. Solo hubo un pero en todo el reencuentro: cuando nos preguntaron infatigables por Amaya, Sergio, Vero, Amalia y Luis… Después de un año no tengo dudas de que igual que ellos vivirán en nuestro recuerdo para siempre, nuestro paso por allí tampoco se disolverá en el tiempo para ellos. Esa noche tuve claro el primer motivo de mi regreso: comprobé con mis propios ojos que sin hacer nada, el año pasado lo cambiamos todo para aquellos jóvenes: ellos saben que allá en España hay un grupo de personas que les quiere y que les recuerda, y cuando estás en la situación de muchos de ellos, la certeza de saber que hay alguien que te quiere, adquiere un valor infinito. Los mismos voluntarios españoles lo comentaban por la noche subidos a la terraza donde contemplábamos las estrellas: ¿qué diferencia hay entre estos niños y los de nuestro proyecto? ¿Por qué estos se acercan a ti, juegan y te abrazan? Quiero pensar que la respuesta a esta pregunta tiene mucho que ver con las dosis de cariño que recibieron el año pasado durante 6 semanas.

El otro momento emocionalmente intenso del viaje fue la visita a todo el complejo que la fundación RTU ha establecido en la zona gracias a la infatigable tarea del fallecido H. James Kimpton. El hombre que de la nada fue capaz de montar una clínica gratuita, un colegio para los niños y jóvenes de la zona, un centro de atención para personas de la tercera edad que viven en estado de soledad, toda una serie de hogares para las niñas huérfanas o que no pueden ser mantenidas por sus familias, y hasta un centro textil y de construcción con el que rebajar la dependencia de los fondos llegados del extranjero. El hombre que pudimos visitar en su agonía el año pasado, es ahora un hombre santo en todo el área. Solo espero que su mensaje haya calado entre quienes han de sucederle y sepan tomar las decisiones acertadas para que ese gigantesco proyecto siga dotando de esperanza las vidas de tantos y tantos niños y niñas que, de lo contrario, vivirían en el desamparo.

Decía que ese otro momento de elevada intensidad emocional tuvo lugar en la visita a uno de esos hogares para chicas sin recursos: concretamente, el hogar más especial: el de las chicas afectadas por el VIH. Aunque sin barreras físicas con respecto al resto de hogares, estas chicas viven en un espacio bien delimitado que hace que las interacciones con el resto de sus compañeras resulten poco frecuentes. La excusa es que ellas necesitan unas condiciones específicas de higiene, alimentación y cuidados sanitarios; no obstante, me temo que la percepción social de la enfermedad también influye en su relativo aislamiento. Pues bien, en dicho hogar tuvimos ocasión de hablar con algunas de las chicas y de pasar algún tiempo con ellas. Aunque su escaso nivel de inglés y nuestra ignorancia del tamil dificultaban la tarea, lo cierto es que especialmente con las adolescentes mayores (16-17 años) uno era capaz de mantener algo parecido a una conversación. Nos hablaron de sus estudios, de sus aspiraciones futuras, de su forma de vida, incluso nos presentaron a sus madres (así llaman a la mujer que vive con ellas en cada cabaña) y a su mascota (una especie de loro que habían logrado capturar en una pequeña jaula metálica). Sin embargo, el énfasis mayor lo pusieron en el momento de la despedida: con sus ojos clavados en los nuestros, nos hicieron repetir un par de veces más sus nombres antes de rogarnos en un tono de extrema gravedad: Please, don’t forget me and don’t forget my name.

Escribiré sobre este suceso en otra ocasión y en otro formato. Solo un comentario: ¿nos imaginamos a algún niño de nuestro entorno cercano que acabamos de conocer (el hijo de unos amigos, un primo lejano, un alumno en la escuela) pidiéndonos seriamente que no le olvidemos? Creo que la clave para comprender por lo que tenemos que estar agradecidos muchos de nosotros y que escasea en esta zona de la India es justamente esa: no quieren dinero, ni regalos, solo que alguien se acuerde de ellos.

Después de eso, todas las dudas de hacía unos días se disiparon por completo: ya me he vuelto a situar en la India, ya he vuelto a comprender lo que hago aquí, ya sé que estoy en el sitio adecuado para avanzar en la resolución de aquello que me ha atormentado durante este curso.

Víctor Navarro


1: Qué bonito sería que otros tantos chicos de nuestro cole invirtieran el dinero de su viaje a Mallorca para afrontar una experiencia de Gente Pequeña. Qué bonito sería que hasta tres profesores que ni siquiera les han dado clase a muchos de ellos se ofrecieran cada año para acompañarlos y guiarlos en su formación.)