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Hablado ya suficiente en la pasada crónica sobre la rutina a la que poco a poco mi cuerpo, tan poco acostumbrado a la humedad, y mi mente, esculpida concienzudamente sobre el paradigma occidental, se iban moldeando, es mi deseo orientar el contenido de esta nueva hacia aquello que contribuye justamente a romper con todo lo previsible del trajín cotidiano. Y es que entre hora y hora de inglés, de juegos, de bailes...; entre comida y comida de arroz; entre partido y partido de fútbol…; entre todo ello, una nueva de forma de comprender y desarrollar la vida se me va desvelando hasta hacerme sentir casi como el niño que abre estupefacto los ojos al mundo por primera vez.
Hace ya algunos días, una de esas miradas ingenuas se preparaba para asistir a la elección de los representantes de alumnos del colegio. Según me habían explicado previamente, se trata de un proceso anual por medio del cual estudiantes de octavo y noveno tienen ocasión de adquirir no solo una función representativa con respecto a sus compañeros sino también una responsabilidad especial en el funcionamiento del centro. Lo que no esperaba en absoluto cuando me presentaron así el acontecimiento era la magnitud del mismo. Y no me refiero únicamente a la magnitud temporal, que dista también enormemente de los diez minutos que se invierten en nuestras aulas en escoger delegado, sino a su magnitud axiológica: al valor inmenso que todos y cada uno de los participantes otorgan al proceso electoral. Las últimas tres horas del día las pasaron la totalidad de los alumnos escuchando, sobre la tierra del patio principal, a director y profesores hablando acerca de la importancia de la democracia y de las cualidades que los ciudadanos deberían buscar en sus líderes. También observando con atención cómo cada uno de los candidatos vencía su mayor o menor vergüenza para dirigir unas breves palabras al auditorio en el que se presentaba él y sobre todo presentaba la esencia de su visión del colegio. Finalmente, abiertas las urnas, los alumnos se iban acercando por clases de uno en uno al escenario para identificarse en el censo de alumnos, depositar su voto en la urna y ser marcado con una fina línea de pintura oscura en su mano para evitar segundas votaciones. Los entusiastas de la democracia no podemos sino aplaudir con júbilo este esfuerzo de todos los implicados por educar a las nuevas generaciones en valor y el sentido de un voto.
Suena la alarma del despertador del móvil. Acostumbrado ya a sentirme inundado por el sudor incesante producido por el calor de las primeras horas del día y el aire húmedo irrespirable, logro, con los ojos aun cerrados, despegarme del casi imperceptible colchón que separa mi espalda de la tabla en que consiste, en esencia, mi cama. Escapando de la mosquitera que me envuelve, camino a tientas hacia el cuarto de baño para levantar los párpados por primera vez en el día bajo el agua que cae de la ducha con incomprensible frescor. Al menos, la sensación helada en mi piel logra activar mis músculos lo suficiente para caminar de vuelta a la habitación y comprobar que todo está en orden: son las seis y cuarto de la mañana y mis compañeros de Comunidad se encuentran ya afuera, tomando su té matutino, mientras mantienen un intencional silencio orante.
Mi presencia todavía semiconsciente rompe la atmósfera de sigilo al ritmo de los buenos deseos para el día que se viene. Me sobran cinco minutos para compartir su callada compañía antes de montar en la moto que nos conducirá a la eucaristía matinal en la Iglesia local, situada apenas a 400 metros. Sin duda se trata de un trayecto plenamente caminable, a la orilla de la autovía, por un sendero de tierra y hierba; sin embargo, caminar es una opción en la India reservada para el caso extremo de no contar con cualquier otro medio de transporte al alcance.